Hänsel und Gretel
Cuando tu madre se queda embarazada y te anuncian de que vas a tener un hermano pequeño, cae sobre tu espalda una pesada carga.
Ya no eres libre de hacer lo que quieras. Desde ese momento eres el responsable de todo lo que le suceda a esa criatura que comienza a formarse en el vientre de tu progenitora.
Ese bebé es tuyo, y debes cuidarlo, protegerlo, ayudarlo, ser su guía cuando esté perdido, abrazarle cuando se sienta triste…
Por eso, cuando nació Gretel, juré que jamás dejaría que le sucediera nada malo. Prometí que esos ojos nunca llorarían, que esa boca no conocería lo que era el hambre, que esa piel no sabría lo que era el dolor. Me comprometí a que todas las acciones que realizara desde el instante en que nació serían en pro de su felicidad, aunque mi vida dependiera de ello.
Y así transcurrieron los años. Mis padres eran dueños de una pequeña parcela donde cultivaban todo tipo de vegetales, que vendían en el mercado por las mañanas. Trabajan mucho y muy arduo, así que yo me ocupé de la crianza de Gretel desde que mi madre estuvo lo suficientemente fuerte como para poder volver al esfuerzo físico que requería el cultivo.
Mientras ellos araban la tierra, yo enseñaba a mi hermana pequeña a caminar; cuando iban al mercado, yo ayudaba a Gretel a vestirse; los días que se iban a los pueblos más apartados por nuevos bulbos y semillas, yo me encargaba de que ella comiese como era debido.
Mi mundo se reducía a Gretel, y el suyo se reducía a mí.
Durante mucho tiempo nuestra vida era perfecta, hasta que llegó la guerra.
Los hombres morían, el pueblo empobrecía. El dinero que nuestros padres podían recaudar en una semana fue mermándose conforme pasaban los días. La comida que podíamos permitirnos era escasa, lo poco que se podía recolectar era para la venta. Pero el invierno llegó, las heladas mataron nuestra tierra, la guerra estaba tan avanzada que no podíamos huir a ningún lugar en busca de un futuro mejor.
“Hänsel, ¿por qué llora padre por las noches?” me preguntaba mi hermana. Yo no sabía que responder, y solo la abrazaba con más fuerza.
“Todo se solucionará, hijos míos” decía madre cada vez que nos veía afligidos.
Pero yo sabía que solo un milagro podría salvarnos. Solo Dios y sus ángeles podían ayudarnos contra el peligro que se nos avecinaba.
Con lo que yo no contaba era que ese peligro estaría mucho más cerca de lo que creía.
El invierno encrudeció y madre enfermó. Su piel estaba ardiente y tiritaba. Su tos hizo que el habla le fuera una verdadera tortura y se volvió tan débil que ni siquiera podía levantarse de la cama.
Gretel no dejaba de preguntarme si se iba a morir, y yo siempre se lo negaba. “Solo está un poco enferma” le decía “En cuanto pase el invierno volverá a estar bien”
No lo decía solo para que no se asustase, realmente yo también pensaba que así sería. Madre no podía morir, era algo inconcebible, una pesadilla que no ocurriría nunca.
Sabía que estaba muy débil, que su cuerpo se estaba marchitando, pero confiaba ciegamente en que padre encontraría la forma de conseguir dinero y compraría medicinas y comida para que madre recuperase las fuerzas.
Craso error.
Una noche, bien entrada en ella, Gretel tuvo una pesadilla. Se despertó llorando y muy agitada. Estaba tan asustada que ni siquiera era capaz de narrarme que era lo que había soñado. La estuve consolando durante largo rato, y cuando fui capaz de calmar su llanto, la arropé, levantándome para ir a buscar un vaso de agua.
Bajé les escaleras sin hacer el menor ruido, y no pude menos que preocuparme cuando vi luz en el piso inferior ¿Habría empeorado madre durante la noche? Aquel pensamiento congeló mi respiración mientras me acercaba a hurtadillas al marco de la puerta de la sala, donde habíamos instalado a madre junto a la chimenea para que no padeciera el frío que reinaba en el resto de las habitaciones.
“¡Pero son nuestros hijos!” exclamaba madre justo antes de un ataque de tos.
“Podremos tener más, cuando te recuperes tendremos más” aseguró padre.
“¿Y si no me recupero?” “Lo harás, mi amor. En cuanto comas te recuperarás”
Tragué saliva al mismo tiempo que me hice un ovillo contra la pared, intentando volverme invisible y que no me descubriesen. Padre pensaba vendernos como criados para poder conseguir dinero y curar a madre. Era cruel, era un acto que me atravesaba el pecho, pero si esa era la única forma de salvarla lo acataría sin rechistar. Además, con un trabajo, mi pequeña Gretel no volvería a pasar hambre.
“Hänsel ha crecido mucho, no podrás luchar con él”
¿Luchar? Mi mente era un hervidero de pensamientos inconexos.
“Esperaré hasta que estén dormidos y les rebanaré el cuello con el hacha. Será rápido y no les dolerá”
Mi corazón paró de súbito.
No pensaban vendernos para comprar comida, íbamos a ser la comida.
Noté como varias lágrimas calientes rodaron por mis mejillas. Aquella parecía la única solución. Si me mataban y se comían mi carne, madre podría mejorarse y a Gretel no le dolería el estómago por no haber probado bocado en días. No hacía falta matar a mi hermana pequeña, mi cuerpo alimentaría a toda la familia. No me importaba acatar ese sacrificio.
Pero nada me aseguraba que, tras mi muerte, cuando mi carne se hubiese terminado, no matarían también a Gretel.
Me levanté en silencio y volví al piso de arriba. Ella volvía a dormir plácidamente.
No, yo debía estar siempre a su lado, cuidándola, protegiéndola, ayudándola, siendo su guía cuando estuviera perdida, abrazándola cuando se sintiera triste…
Yo había nacido para que Gretel fuese feliz.
Me agaché a su lado y acaricié sus cabellos. No nos iban a matar, no lo iba a permitir.
Permanecí despierto, alerta, escudriñando cada sonido que se escuchaba, por muy nimio que fuera.
El cielo amenazaba con clarear de un momento a otro cuando me separé de la vera de mi hermana. Bajé, sigiloso como un gato, hasta el cuarto donde nuestros padres dormían cogidos de la mano. Soñaban tranquilos, como si el mundo fuese un lugar bueno y seguro.
Noté como me ardía la sangre bajo la piel y el corazón me palpitaba con fuerza mientras los ojos se me anegaban de lágrimas.
Giré sobre mí mismo y caminé hasta la despensa, recogiendo el hacha que descansaba contra la pared antes de volver a la sala principal.
Y cuando el filo de esta separó la cabeza del cuerpo de nuestros padres, mis manos no temblaron en lo más mínimo.
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