H.U.G. - 2

Hänsel und Gretel
 Saqué los cuerpos de nuestros progenitores a la parte de atrás de casa. No iba a permitir que Gretel viese los cadáveres.

El sol avanzaba raudo a través del cielo, amaneciendo deprisa, haciendo que mi corazón latiese a tal velocidad, que si de pronto el pecho me hubiese estallado y el corazón caído al suelo, no me hubiese sorprendido.

Debía darme prisa. Gretel y yo teníamos que marcharnos lejos, dejar toda aquella vida atrás, empezar de cero. Pero para ese viaje tan difícil necesitábamos comida.

Una comida inexistente dentro de casa.

Apoyé el cuerpo inerte de padre (a madre no la tocaría. No solo porque quizás su carne debido a la enfermedad estuviese podrida, si no porque ella no se merecía tal vejación) sobre el tocón en el que solía partir leña, y descuarticé sus restos.

 Me sorprendí al ver lo fácil que era destazarle. Más sencillo que cortar a un animal. Separé la cabeza y corté las partes que más carne tenían. Los glúteos, pantorrillas, estómago, mejillas… Tras casi una hora, mi padre ya no era reconocible entre todo aquel amasijo de sangre, huesos y carne mal cortada.

Dejé lo que íbamos a aprovechar sobre un cacho de tela que en otro tiempo había servido de cortina. Cogí la pala y cavé, cavé hasta que conseguí un gran agujero bajo mis pies, y empuje los restos de padre y el cuerpo sin mancillar de madre. Y así me quedé, al borde de aquel hoyo, observando los resultados de mi hazaña.

Tuve ganas de llorar una vez más, de arrodillarme junto a los cadáveres y vaciarme por los ojos. Pero el sol indicaba que ya era demasiado tarde para nada de eso. Eché tierra encima de las personas que me habían dado la vida, y habían planeado arrebatármela, y tapé aquella tumba hasta que el suelo volvió a quedar plano.

Envolví la carne en aquella tela sucia y me la eché al hombro. Caminé despacio, como si todo aquello se tratase de un mal sueño, recorriendo el lateral de casa hasta volver a la puerta principal.

Justo en ese momento, Gretel bajaba por las escaleras, frotándose los ojitos adormilada.

Me quedé quieto en el marco, sosteniendo aún la carne de nuestro padre a la espalda. Mis manos, mi cara, mi cuerpo entero estaba bañado en la sangre de nuestros progenitores. No podía dejar que ella lo supiera, que ella fuera consciente de su maquiavélico plan para comernos… y mucho menos el saber que la comida que nos iba a mantener con vida en nuestro próximo viaje era la de padre.

Me concentré todo lo que pude por aparentar normalidad, y agradecí mentalmente el haber cerrado la puerta que daba la sala. El suelo se encontraba empapado de sangre.

Sonreí de lado y le dije que padre y madre se habían ido a la ciudad para que un médico pudiese curarla, pero que por esa misma razón ya no podían mantenernos, así que a la mañana siguiente nos iríamos a buscar un nuevo hogar.

Ella asintió, sin cuestionarse ni una sola de mis palabras. No tenía motivos, sabía que yo vivía por y para ella. Dijo que limpiaría la casa y empaquetaría nuestras cosas, que yo no me preocupase por nada, que ella me ayudaría en todo.

“Y cuando consigamos un nuevo lugar donde vivir, volveremos a ser una familia feliz. Solos tú y yo, ¿verdad, Hänsel?”

Solo fui capaz de asentir, aguantando como pude la sonrisa tranquilizadora que poblaba mi rostro.

Gretel subió al piso de arriba, decidiendo que yo me encargaría de limpiar el piso de abajo y preparar la comida para el viaje mientras ella guardaba todo lo necesario.

Arrastré los pies hasta la cocina, y al dejar la tela ensangrentada sobre la mesa, me permití el lujo de derramar una lágrima.

El día pasó tortuosamente despacio. Era como si el sol hubiese ralentizado su camino rutinario solo por el mero hecho de que me pasase el día en la cocina, recordando una y otra vez todos las cosas acontecidas desde la madrugada.

Limpié la carne, la corte y preparé en algunos guisos. Otra parte la salé para que nos durase más tiempo. Estaríamos servidos durante una semana, o quizás dos si éramos capaces de racionar bien los alimentos.

A Gretel le dije que la carne era de un ciervo del bosque que padre había sacrificado antes de marcharse.

Ya era noche cerrada cuando el suelo de la sala presentaba su antaño color marrón, lejos de las manchas ensangrentadas de la carnicería que había protagonizado.

Lavé mi cuerpo en la entrada de casa antes de subir al cuarto, acostándome junto a mi hermana. Sabía de sobra, que aunque necesitase descansar, sería incapaz de dormir. ¿Cómo iba a poder hacerlo? Era consciente de que en cuanto cerrase los ojos, los recuerdos de aquella pesadilla se abalanzarían sobre mí como vampiros dispuestos a chuparme hasta la última gota de sangre.

Abracé a Gretel durante toda la noche, concentrándome en mirarla dormir. En como sus pestañas aleteaban a causa de su sueño, de cómo su pecho subía y bajaba tranquilo. Velando su descanso como si de una princesa embrujada por un malvado maleficio que la impedía despertar se tratase.

Cuando el cielo comenzó a clarear, aún lejos de que el sol saliese desde el horizonte, la desperté. Ella estaba medio dormida, así que la desvestí y puse ropa cómoda para el viaje, sonriendo al compararla con una muñeca inerte.

Haría frío cuando nos adentrásemos en el bosque, así que, al bajar al piso bajo para comenzar nuestra aventura, le calcé unas botas altas de madre, así como el abrigo largo y la gorra que habían pertenecido a padre durante su juventud en la que sirvió en el ejercito en la cruda guerra nevada del norte, muchos años antes de que yo ni siquiera naciera.

Y así comenzamos nuestra marcha. No era la primera vez que caminábamos entre aquellos árboles, que explorábamos el bosque que rodeaba lo que era nuestro hogar. Pero siempre habíamos dejado pistas para poder volver antes del anochecer, piedrecitas, miguitas de pan… Aquella vez no habría regreso cuando el sol se pusiese.

Por las noches montaba guardia, atento de que ningún animal nocturno, cazador o presa, se acercara a nuestro pequeño campamento donde mi hermana pequeña descansaba tras la larga caminata que recorríamos por el día so pena de recibir un hachazo mortal. Así, cuando el amanecer acontecía, Gretel despertaba y yo dormía durante unas horas, poniéndonos en marcha al mediodía.

Ella nunca se quejó, caminaba a mi lado sin protestar ni cuestionar ni una sola de las directrices que marcaba. Pero aún así, aquel viaje mermó su constitución física. Tras cinco días, la comida comenzó a escasear, y no éramos capaces de recorrer largas distancias como al principio. Aunque la primavera comenzaba a anunciarse, el frío del invierno se negaba a marcharse tan pronto, y las frías noches eran despiadadas sobre nuestros cuerpos.

Pronto, comencé a temer que Gretel enfermase. ¿Qué haría yo si eso sucediese? Necesitábamos salir del bosque pronto, caminar hasta alguna ciudad. Allí podría buscar empleo, venderíamos algunas de las cosas que habíamos acarreado de casa y con eso pagaría alguna habitación en una posada hasta reunir el dinero suficiente para alquilar una casa.

Todo estaría bien, solo debía cuidar de Gretel como siempre había hecho. Solo tenía que aguantar un poquito más, pisotear ese miedo que crecía dentro de mi pecho y seguir adelante, con la cabeza bien alta, protegiendo a mi hermana pequeña de todo mal…

Y al término del séptimo día, llegamos a un claro, dónde en el centro apareció lo que creí tontamente que sería nuestra salvación.

Parecía sacado de nuestro más alocado sueño. Era una casa hecha de dulces, protegida por una valla de bastones de caramelo. El olor a azúcar golpeaba con fuerza nuestros rostros. Parecía tan real, demasiado.

Parpadeé varias veces y pregunté a Gretel si también lo veía, a lo que ella asintió. Nos quedamos estáticos, cogidos de la mano, observando aquella visión sin ser capaces de dar crédito nuestros ojos.

Entonces Gretel comenzó a reírse. Primero eran risitas contenidas, y poco a poco se volvieron estruendosas carcajadas.

“¡Hänsel! ¡Es una casa hecha con dulces! ¡Es la casa perfecta!”

Me giré para mirarla, y sonreí de oreja a oreja ante su palpable felicidad.

Pronto me contagié de su risa, y ambos corrimos al encuentro de aquella casa en medio del bosque. Llamaríamos a su puerta y pediríamos asilo y comida. Y si no había nadie… daríamos buena cuenta de la fachada antes de irnos con los estómagos llenos.

Fuera del cobijo de los altos árboles, la luna llena iluminaba el claro, dándole a aquel descubrimiento un aspecto aún más parecido a un sueño.

Parecía algo sacado del mismísimo plan divino. Estaba más que claro que aquello era un milagro, una recompensa para mi hermana y para mí por nuestras penurias, un regalo venido del mismísimo Dios.

Era nuestra salvación.

Nada más lejos de la realidad.